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Crisálidas

Hay algo de mis amigas en sus 20. 

La forma en la que se prueban diferentes versiones de sí mismas. Los giros inesperados en sus guiones, el ritmo con el que cada una se va haciendo paso. La inevitable incomodidad que atravesamos para llegar del otro lado.

Por momentos tengo ganas de frenar el tiempo y disfrutar de este presente. Viviendo a una cuadra de distancia, riéndonos de lo simple, lo bueno y lo extraño.

Hace poco una de ellas encontró una remera y para reconocer de quién era la olió. ¿Conocen esa sensación? ¿La de identificar una prenda por el olor a sus casas? Como si cada infancia tuviera un perfume familiar y dependiera de una descifrarlo. 

Si tuviera que definir la mía, sin duda tendría algo de So. El jardín de Bouchard, un vaso frío de Nesquik, girasoles y nuestro pelo mojado. Un viaje a la costa, álbumes de figuritas, Palitos de la Selva y ese abrazo desnivelado.

Tal vez por eso, sacarle fotos es reconocer algo de ella en mí, y algo de mí en ella. Una mirada de la otra que nos devuelve nuestro propio retrato. Esa conversación que siempre podemos retomar, sin importar dónde la dejamos.

Me gusta vernos cambiar de piel. Habilitarnos el espacio para ser, sin vueltas ni atajos. Haber llegado juntas a la conclusión de que si bien crecer tiene que ver con esforzarse por lo que una quiere, pelear y derribar barreras, a veces implica justamente lo contrario: rendirse, dejar ir y abrazar lo inesperado. 

Me gusta asistir una y otra vez a nuestras propias despedidas. Soltar las mujeres que fuimos para llegar a la queremos ser. Celebrar nuestro trazo. 

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