Una ciudad
Que no, que no quiero irme a la playa. Que sí, que ya sé que necesito descansar pero prefiero estar en un lugar donde pueda contemplar algo más que el mar.
Que no, no quiero calma, ya tuve suficiente de ese silencio que te inmoviliza. Que sí, quiero desorden, movimiento, bocinas y suciedad. Que el caos exterior refleje el mío, que la multitud me revuelque, que en el enredo me desenrede.
Que sí, no sé cómo explicarlo pero quizás la cura para el ansioso no sea la quietud sino justamente la confusión colectiva. Al menos así nos sentimos menos ajenos al mundo. Que no, no quiero tirarme a una lona a contar granos de arena, quiero perderme en cada esquina, equivocarme de estación, acelerar el paso, correr hacia el equívoco, tropezarme con un desconocido, ver las luces cambiar.
Que sí, que los primeros días te sentís una extraña al margen de toda esta ficción pero en algún punto algo cambia, se apaga, muere y te entregás. Porque te olvidaste de vos en algún subte o club de jazz y entonces el alma queda en un limbo, flotando en suspenso, sostenida por la marea de gente. La ciudad te mece hasta que te vuelvas a inventar.
Que sí, que lo más increíble no son las atracciones, la comida, ni su inagotable iconografía sino las personas. ¿De dónde vienen? ¿A dónde van? ¿Puedo seguir con ellos al conejo blanco? Que no, no me quiero detener, quiero caminar apurada a ningún lugar.
Que sí, podés jugar a ser quien quieras. “¿Sos fotógrafa?”. Me cansé de explicar que no, lo hago de hobbie nomás. Ya fue, sí. “¡QUE SÍ, que sí él puede vestirse como un rockstar y ella baila ballet en el medio de la avenida entonces sí, lo debo ser!” Que hay que perderle el miedo a asumir nuestra identidad.
Que no, nunca se la visita por primera vez. Algo de vos siempre perteneció acá.