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Música de fondo

2014 fue un año difícil. Estaba terminado el colegio, mis viejos se estaban separando y nos habíamos mudado a una casa de tejas azules y muchos rincones sin palabras para llenar. Las cajas de cartón permanecieron intactas por un tiempo, había algo de ella que la hacía difícil habitar.

No tengo muchos recuerdos de ese verano, excepto que las persianas del cuarto de mamá estaban siempre bajas y aquel diciembre no hubo árbol de navidad.

También me acuerdo que, por costumbre o por inercia, solíamos servir cuatro platos en la mesa hasta que el presente nos devolvía la mirada. Yo tomaba el que sobraba, lo guardaba y volvía a sentarme impar. De vez en cuando alguien suspiraba dejando una duda suspendida en el aire. La memoria y sus caprichos azarosos.

Mi banda favorita era Tan Biónica. Sé que los eruditos de la música que están leyendo esto se van a parar sobre su pedestal y, apuntándome con el dedo acusador, van a proclamar que eso no es música, que me consiga artistas dignos de admirar. Las bandas de la adolescencia son como el primer amor: Casi nunca tienen sentido para los demás pero nos revuelcan y dejan marca.

Las canciones de ese grupo de cuatro desconocidos hablaban de pérdidas, desencuentros, ausencias, personajes agobiados y noches neuróticas. De angustia y desilusión; de tormentas y lo que queda de nosotros después de ellas.

«Algo habré perdido que ando tan comprometido en buscar adentro tuyo algo que está dentro mío» dicen en Obsesionario de La Mayor. «Algo para poder tapar mi gran agujero espiritual, mis ilusiones rotas».

No sabía muy bien qué era lo que yo estaba buscando entre todas esas letras pero sí percibía que me ofrecían refugio y calmaban mi ansiedad. Despertaba y me iba a dormir escuchándolas, me entregaba a su melodía para que me acunen, aceptando el misterio de que alguien en algún lugar haya experimentado algo (parecido o diametralmente opuesto a mí) y gracias a su registro ahora yo ya no me sintiera tan sola.

Podría decir muchas cosas del arte y seguramente ninguna de ellas sea del otro precisa. Una persona se sienta a escribir algo porque ya no lo quiere llevar más adentro, lo expulsa, lo moldea, le da alas, lo libera, se siente más liviano. La obra toma vuelo, llega a alguien, le resuena, altera la composición de su cuerpo, lo atesora, se funde en él y modifica su esencia. Nada vuelve a ser igual.

¿Qué es el arte, sino una forma de sanar mientras lo estamos creando y de sanar a otros al compartirlo?


Esa fue también la época en la que aprendí a manejar. Recuerdo la libertad que sentía cada mañana al salir camino la facultad. Eran travesías a 120 km por hora, con las ventanas bajas y mi pelo revolviéndose frenéticamente. Los edificios a un lado de la autopista quedaban atrás mientras yo gritaba tan alto que si alguien me veía desde otro auto podría sospechar que estaba exorcizando algún demonio de adentro.

Facultad nueva, grupo de amigos nuevos. El desafío de darnos a conocer a otros mientras todavía intentamos explicarnos a nosotros mismos. Por suerte las clases y entregas me mantenían ocupada pero una vez de vuelta en casa caminaba en puntas de pie. Si bien hoy es difícil de imaginar, hubo un tiempo en el que mamá no cantó.

«Princesa amanecida, estás oscurecida, soñé escribirte dentro de un terceto que rompí», sonaba entonces en mis auriculares cuando atravesaba la puerta de entrada. «Pintate tus colores, te pido que no llores, que no te olvides de todo lo que nos hizo así».

Entonces se me ocurrió una idea. Quizás no se trataba de seguir dejando las cosas en manos del tiempo, quizás ya no quería ser peón de este juego discreto en el que evitamos miradas y extendemos la mudez. Quizás había una forma de volver a hablar sin tener que hacerlo. Quizás la fórmula secreta que había descubierto para verbalizar esa nostalgia de lo que ya no era también podía funcionarle a ella.

Entonces dejé de reservar la música para mi cuarto y permití que se filtre por las paredes. Abrí las ventanas, subí el volumen, dejé que los versos inunden los pasillos. «Tengo algún recuerdo del lugar donde nací. Tengo la sospecha de que también fui feliz».

La voz del Chano se expandía por la cocina, subía por las escaleras y llegaba a los dormitorios. «Tengo tantas ganas de parar y de seguir o de fugarme por algunos siglos de mí».

Entrecerraba un ojo y miraba para un costado para ver si ella me estaba mirando. Quería que se exprese. Que se enoje o me pida que cambie de canción. Quería que esté, que despierte. Que me grite, que reaccione. Pero nada parecía sacarla del letargo.

Los días pasaban y el jardín empezó a llenarse de hojas secas cubriéndolo todo de confeti otoñal. Aferrada a esta nueva identidad de estudiante, me perdía entre cafés, textos de estudio y el videoclip de Beautiful resonando de fondo.

Empecé a ver a mi viejo después de un tiempo. Íbamos al cine, salíamos a caminar, me acompañaba a una muestra de fotografía, me preguntaba por mis cosas y yo por las suyas. Por primera vez en 19 años le preguntaba por las suyas.

Me hablaba sobre cómo venían las cosas en su trabajo, los amigos con los que se había estado viendo últimamente y los muebles que había comprado para su nuevo departamento. Me encontraba con él en singular de repente, sin la presencia omnipresente de mamá. El vínculo se horizontalizaba y yo empezaba a comprender que no tenía todas las respuestas, al igual que yo estaba buscándolas.

Una tarde volví a casa y busqué a mamá.

«¡Má!» Nada. «¡Maaaa!», volví a gritar atravesando el comedor.

Me dirigí al living y al lavadero. Ni rastro de ella.

«MAAAAAAA». «¡¡MAMAAAAAAAA!!», exclamé por las escaleras, esperando ansiosamente algún indicio de su presencia. Silencio.

Subí y vi la luz de su habitación encendida. Incliné levemente la puerta y entonces la vi. De espaldas a mí, doblando su ropa, tarareaba levemente con una cadencia que me sonaba familiar.

“Está saliendo el sol para vos», dijo.

«Y está bailando mi corazón», respondí bajito.

🫀

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