Reflexiones

Aeropuertos

Veo llegar familias numerosas, parejas cómplices, niños inquietos y viajeros solitarios. Algunos recién aterrizan, otros se van. Algunos corren, otros esperan con calma. Todos cargan valijas con algo de sí.

Veo abrazos de despedidas y ojos empañados. Veo carteles de bienvenida, sonrisas y reencuentros que se hicieron esperar.

Cuando era chica pensaba el mundo en metáforas y los aeropuertos eran una de ellas. Nunca lo supe poner en palabras pero había algo de todo lo que pasaba ahí dentro que me hacía llorar.

Con el tiempo entendí que son la manifestación física de algo que nos pasa pero no siempre nos damos cuenta. Y es que siempre estamos despidiéndonos. De algo, de alguien, de algún lugar. Vamos dejando pedacitos de nosotros atrás, versiones que ya no queremos ser, personas que ya no nos pueden acompañar.

Y lo que duele no es eso. Lo que duele en realidad es no tomarse el tiempo de decir adiós. Quizás sería más fácil si adentro nuestro sonara una voz por altoparlante cada vez que estuviéramos por partir, indicándonos “¡última llamada, hora de embarcar!”

Pero en la vida real no es así. Hay vuelos que elegimos y otros a los que nos subimos sin darnos cuenta. Hay vuelos que nos obligamos a tomar, sin certezas del destino, con el corazón en una mano y deseos camuflados de miedos en otra.

Hay vuelos que simplemente nos tocaron. Y otros que están ahí, todavía esperándonos.

Por eso es importante construir nuestros propios aeropuertos: darle lugar a las despedidas, inventar rituales de cierre, hacer la migración a nuestra nueva piel, chequear si tenemos algo para declarar. Guardar eso que nos queremos llevar, dejar atrás lo que no. Saber que nuestra alma va a quedar suspendida en el aire por un momento.

Y sobre todo, confiar en que para llegar a un nuevo lugar, hay que animarse a volar

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